Como hemos visto, la
cultura sexista se funde en la proyección de una ideología, entendiendo esta
como una visión de mundo, desde parámetros sociales, culturales y económicos,
la cual se encarga de configurar las normas sociales a partir de una posición
determinada. Es decir, tiene una génesis discursiva, que moldea la
configuración social a partir de parámetros de género. Es así, que los medios
masivos de comunicación difunden una representación deformada de la realidad,
en la cual mujer y hombre aparecen estereotipados, mediante una relación de
dominio y desigualdad.
Los estereotipos se
construyen a través de la categorización de características masculinas y
femeninas. De esta manera, vemos que existen distinto valores asociados, los
cuales son transmitidos por medio de la publicidad y los programas de televisión:
la debilidad de la mujer y la fuerza del hombre; la comprensión y empatía de la
mujer y el determinismo y carácter del hombre, etc. Ahora bien, la relevancia
de esto, recae en que la mujer se encuentra en desventaja, frente a los
beneficios que la cultura le otorga al hombre. Así, en el plano netamente
sexual, la mujer es presentada como objeto sexual, mientras que el hombre
cumple el rol del seductor. Esta lógica condiciona el actuar de la mujer,
puesto que a pesar de su categoría de objeto sexual, esta no puede
desarrollarse libremente en ese aspecto. De ser así, será inmediatamente
estigmatizada, puesto que no cumple con su estereotiparían de pureza, y por
tanto, pasa a ser vista, por ejemplo, como prostituta. Lo anterior podemos
observarlo en el siguiente comercial.
En lo que respecta al
plano familiar, la mujer es vista como la única que debe ejercer las tareas
domésticas, tales como cuidar a los hijos, cocinar, hacer aseo, planchar, y
todo en servicio del “marido”. Por el contrario, el hombre es percibido como
ausente, lejano, haragán en lo doméstico, proveedor de la familia, etc. Las
teleseries son el instrumento de difusión por excelencia de esta categoría, la
familia chilena es representada transversalmente bajo estos patrones. Por lo
tanto, desde el espacio que ocupa la percepción, estas representaciones se
instalar como verdades absolutas.
Si observamos ahora la
cotidianidad, veremos que los estereotipos también la abarcan. La mujer es
vista como indefensa, y el hombre como protector y cortés, bajo la insignia del
“caballero”. Esto se observa en la realidad mediante las acciones de cada
género, existe un discurso que impone, por ejemplo, que la mujer debe
comunicarse de forma delicada, es mal visto que esta hable con garabatos y que
se refiera a temas de índole sexual. Mientras que el hombre, tiene libertad de
acción en estas temáticas y más aun, estas prohibiciones en lo femenino, son
justamente requisitos de la masculinidad. Asimismo, el hombre tiene ciertos
roles, como acomodar la silla de la dama, o abrirle la puerta a la señorita. No
obstante, esta aparente cortesía es en realidad una evidencia de la
subordinación de la mujer, puesto que tanto en el plano sexual como en el
cotidiano, las acciones del hombre se articulan sirviéndose de la mujer como un
objeto.
La mujer, al no estar
consciente que esta lógica social es en realidad un problema, actúa según
ciertas pautas, que la moldean en relación al hombre. Es decir, enfocará sus
acciones, por un lado, en convertirse en la mujer ideal, más bella, más sexy, a
quién todos los hombres deseen. Y por otro, a ser una buena madre y ama de
casa. Por lo tanto, la mujer es un elemento sustancial en la reproducción de la
cultura sexista. Es así, que los estereotipos anteriormente mencionados,
generan pautas de comportamiento implícitas bajo las cuales se determina la
identidad social.
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